domingo, 6 de enero de 2019

Precuela de Sangre - Jens, el castigo

Tras el primer encuentro con Wanda, que me dejó bastante desconcertado, hubo más. Las contadas veces que tenía que hablar con mi amo, la tenía a ella esperando en el umbral que daba paso al patio.
En ocasiones, ella salía a pasear por los alrededores de la casa y cuando nuestras miradas se encontraban ella buscaba refugio en los establos, el molino o la arboleda. Me era imposible no obedecer a su orden no verbalizada. Acudía como un perro amaestrado sabiendome juguete de sus caprichos. Sólo por un instante de intimidad con ella que se marchaba tal y como había venido: silenciosa y fugaz.
Hasta que un día la ví aparecer y al seguirla, me quedé petrificado ante lo que mis ojos veían. Wanda no había ido a buscarme a mí, si no a uno de los nuevos esclavos de piel oscura. Cuando se percató de mi presencia me miró provocadora, invitándome a acercarme. Ella cabalgaba su nueva montura con maestría y yo, tremendamente excitado, solo pude seguir sus órdenes. Me acomodé tras ella, tomando uno de sus pechos con mi mano y con la otra le incliné la cabeza para poder devorar su cuello. Ella agarró mi cabello apretándose contra mi boca mientras sus caderas se movían con un vaivén enloquecedor sobre el otro hombre.
No aguantaba más, iba a arrebatársela a mi compañero para poseerla yo cuando unas voces nos sacaron de nuestro ensueño. En cuanto ella se dió cuenta de que era su esposo quien se acercaba empezó a gritar y a forcejear fingiendo que la estábamos forzando.
Wanda se acercó tambaleante y llorosa a su esposo mientras el otro esclavo y yo reaccionamos como pudimos ante el ataque de los hombres de nuestro amo. La paliza que nos propinaron fue portentosa aunque ellos también se llevaron su parte. La rabia que sentí en aquel momento me nubló la razón y la fiera salvaje salió para defenderse.
El barullo que se montó alertó a más hombres que vinieron en defensa de su señora. Hicieron falta más de 15 guardias para reducirnos a mi compañero y a mí.
Finalmente, nos ataron a las picas del patio para mostrar ante todos el castigo ejemplar que correspondía a dos esclavos condenados a morir desangrados y despellejados. Mientras tanto, pude contemplar a mi señora disfrutando del espectáculo con una medio sonrisa.

Me sentí utilizado, humillado, traicionado y un absoluto idiota. Había desperdiciado todas las oportunidades que tenía de escapar y, ahora, iba a morir como esclavo por culpa de una mujer que ni siquiera lo merecía.
Al caer la noche, en lugar de dejarme allí junto al otro esclavo para morir, me quitaron los grilletes, me limpiaron las heridas y me montaron en un carro. Nadie se molestó en darle explicaciones a un esclavo moribundo.